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1510

Nueve años antes

El horizonte oscuro intrigaba al alcalde mayor de Nueva Andalucía. Desde que zarpó en el puerto de La Española (Santo Domingo), Martín Fernández de Enciso, caminaba en la cubierta del navío, de estribor a babor, como lo hacen los tigres enjaulados. Solo a veces se detenía mirando a proa, perdido en pensamientos de lo que esperaba a los lejos.

 

– ¡Podéis decirme la distancia!, voceó.

– ¡A medio mar señor!, respondió el capitán Tello.

La urgencia, o el miedo oculto, era llegar al poblado de San Sebastián de Urabá, y socorrer a los hombres que el gobernador Alonso de Ojeda había dejado atrincherados, luego de envolverse en batalla contra indígenas rebeldes que lo hirieron.

– ¡Decidme la distancia!, insistió pasado un minuto.

– ¡Medio mar aún!

Ojeda, temiendo perder la vida, dejó a cargo al soldado Francisco Pizarro con la excusa de ir a buscar ayuda en La Española.

– ¡Quedaros aquí Pizarro! Debéis resistir, si no, regresad a La Española.

 

Con pocos hombres resistiendo los ataques de los nativos, quienes aparecían y desaparecían en la selva soplando dardos venenosos, lanzas y flechas, la orden era soportar cincuenta días. Eso duraría el gobernador en llegar a La Española y volver con los refuerzos hasta San Sebastián.

Además de la rebeldía indígena repeliendo a los invasores, la selva les estrenaba sus inclemencias naturales.

 

– ¿Me habéis gruñido como perro capitán? – Cuestionó Enciso, cerca del mástil.

– ¡No señor! No he sido yo.

– ¡Os juro que lo escucho!

– Lo he escuchado también.

 

El alcalde desenvainó su espada, inclinó oídos hacia los toneles. El capitán y otros los soldados empuñaron cintura. Al abrirse un barril desenfundaron todos y apuntaron.

 

– ¡Os suplico Alcalde que no me matéis! Y asomó la cabeza un perro, lengua afuera.

 

¿Sería posible semejante cosa del diablo?, pensaron. No. Enseguida emergió tímido un rostro menguante con barba desaliñada. La tropa soltó pulmones y estalló en carcajada unísona.

 

– ¡Jéjé! ¡Un polizón y su perro hablanchín!

– ¡Cortadle el pescuezo señor!, dijo otro.

– ¿Cómo te llamáis?, preguntó Enciso colérico.

– Vasco Núñez señor, Vasco Núñez de Balboa. Suplico perdonéis mi atrevimiento...

–¿Perdonarte? ¡Merecéis morir pillo maldito!

– ..me presento ante su bondad para serviros con lealtad...

 

Sus años mozos como escudero de Pedro de Portocarrero, el señor de Moguer, le habrían dejado a Balboa habilidades para la expresión y las negociaciones que de pronto estaban a prueba.

 

– ¡Lanzadle al mar!, ordenó el alcalde.

 

Tres soldados lo sometieron se aprestaron, y frenaron, feroz saltó al frente el cachorro.

 

– ¡Deteneos un momento señor! Exclamó el capitán: ¿Seréis acaso Balboa uno que recorrió las costas con don Bastidas?

– ¡Lo soy! Le he servido a Bastidas en expedición leal encomendada por sus majestades Fernando e Isabel, los reyes católicos...

 

Bastidas fue de los primeros en continuar las navegaciones que inició Cristóbal Colón para descubrir territorios en el nuevo mundo. En 1501, luego de meses de zarpe en el puerto de Cádiz en las naves San Antón y Santa María de Gracia, recorrió las costas del Caribe desde el este de lo que sería después llamado Panamá, pasando por el golfo de Urabá (cerca del límite fronterizo entre Panamá y Colombia) hasta el cabo de la Vela en Colombia (frontera con Venezuela).

En este viaje lo acompañaba Balboa, quien con las ganancias de esa misión se quedó a vivir en 1502 en La Española, dedicándose a la agricultura en una propiedad que adquirió. La siembra y cría de animales no era lo suyo, pero rápido hizo fama en las apuestas de dados y como esgrimista.

La noche en que Balboa se escondió en el tonel huía de eso, de las deudas que acumuló y los apostadores que lo rastreaban dispuestos a todo por otra mala jugada. Su perro Leoncico, olfateando, lo habría encontrado en el navío y Balboa encariñado, al tiempo que obligado a no ser descubierto, tuvo que esconderlo con él.

El capitán se acercó a Enciso, le secreteó al oído. Arqueando una ceja, el alcalde esquinó la mirada escudriñando al polizón.

 

– El cristiano ha de conocer esos parajes señor, aprovecharos de tal conocimiento.

 

Balboa sería de gran ayuda para llegar a San Sebastián de Urabá. Su aventura anterior en dichos recorridos, igual de peligrosos, daba crédito para guiar por senderos más seguros y de cómo actuar frente a la belicosidad indígena. La tripulación apoyó su perdón. Enciso finalmente accedió, dando paso, sin darse cuenta, a una cadena de hechos que marcarían sus vidas y la historia del mundo.

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