Las caras de los colonos e indios esclavos convertidos a cristianos en Acla, Darién, aquel puñado de humanos que rodeaba el pequeño patíbulo construido en el centro del poblado para la ejecución de Balboa y sus cuatro amigos, tenían a la vez un dejo de tristeza. Todos enmudecieron cuando el adelantado, atado, intentando zafarse las amarras, gritó sus últimas palabras mientras se le recostaba la cara en una tuca recién talada.

– ¿Esta es la justicia que el rey y vuestro teniente Pedro Arias de Ávila mandan hacer contra este hombre por traidor y usurpador de los territorios de la Corona?

Nadie hizo un gesto, ni pronunció palabra alguna.

En el silencio, el gobernador Pedrarias fisgoneaba desde su barraca, aprovechando la complicidad de una grieta en la madera, para estar seguro de que la ejecución que sentenció fuese cumplida.

– ¡Mentira! ¡Es mentira!, les gritó Balboa mirándolos.

Ahora sentía la misma indignación que vió en los ojos de Panquiaco cuando se encontró con los cuerpos masacrados en la aldea de Ponca. Y la misma indiferencia que mostró él al alcanzarlo.

– ¡Nunca se halló en mi semejante crimen! He servido leal al rey. ¡He soñado solo en acrecentar sus dominios, sus dominios, su reino...

Tras el golpe de hacha en la nuca, su cabeza saltó causando una llovizna roja que esparció el viento irreverente. El verdugo le asestó el filo con toda su fuerza como exigían esos casos, mas no pasó del borde del patíbulo como las cabezas de sus amigos. Los órbitas del Vasco Núñez se detuvieron hacia el mar del sur que años antes le dio méritos de conquistador. Pensaría quizás en aquel infinito reino de oro que se disponía a conquistar en el recóndito sur, su anhelo no alcanzado. Quebró el silencio el llanto unido de sus indias magdalenas que salieron corriendo hacia su cuerpo... 

Y con aires de indiferencia, la brisa costera pareció acariciar con insistencia las ramas de los árboles y los rostros atónitos. Testigos que poco a poco también se llevaría el tiempo en su atentado natural contra la historia, aunque inmortal quedaría aquella tarde de enero de 1519, en la que pronto todos se fueron; menos Leoncico, que, entre aullidos, lamía por fin las mejillas de su amo, esperando alguna orden.