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VI

Ponca presentó batalla contra Balboa y sus hombres ansiosos de riquezas. Pero en poco tiempo fue vencido porque el primer ataque de los españoles fue sorpresivo. Cayeron una noche quemando las chozas mientras dormían. Niños, mujeres, ancianos y hombres, corriendo a salvarse, fueron cazados a espada o atrapados por la jauría de perros de guerra hambrientos; asi que el cacique con sus valientes dispersos defendiendo a los suyos ordenó la retirada y se internó en la montaña para reorganizarse. Contrario a lo que había dicho Careta, en la tribu solo encontraron prendas de oro, sin rastro del lugar de su extracción. Los informes tocaron rápido las tierras fértiles y salvajes del cacique Comagre, donde la llegada de los invasores era ahora inevitable. Viejo y cansado, a Comagre le sería imposible enfrentarlos, tampoco quería arriesgar la vida de su joven hijo mayor, por lo que decidió unirse enviando un mensajero de paz a los conquistadores.

Balboa avanzó al encuentro cargado a veces en hamaca, a veces usando dos indígenas esclavos como muletas. Herido por los arponazos en las piernas, masticaba hojas que adormecían su lengua mientras se incrustaba en la carne abierta un bolillo de yerbas verdes en secreto. Cuando llegó al poblado, tambos dispersos en las faldas montañosas, rodeado de ¡jiwa! – palmas altas con espinas– le recibieron en la entrada con danzas. Cientos de indígenas con sus armas rodeaban el perímetro. Cantaban las nokowera, una anciana amable lo condujo a la gran casa de Comagre, acompañado por Colmenares, quien se convirtió en su gran aliado, y sus amigos Fernando de Argüello, Hernán Muñoz y Andrés Valderrábano. Al rato, desde la retaguardia, los alcanzó Francisco Pizarro.

La estructura sobresalía entre los tambos pequeños: Ciento cincuenta pasos ancho, ciento cincuenta pasos largo, doble altura, madera fuerte, horcones rectos, techo de paja. Adentro: artesanías, figuras talladas en tagua y madera cocobolo, un altar, canoas con chicha fuerte y vino de palma; tan solo estar en la sala mostraba el poder del líder indígena, a la par del progreso de la tribu. De allí lo guiaron enseguida a otro salón mediano con entrada a la habitación del cacique, desde la que fácil se pasaba por otras puertas laterales a la morada de sus mujeres y a una especie de cámara mortuoria en la que reposaban los restos de los jaibaná ancestrales. Se respiraba inciensos y fragancia en vez del olor a muerte. Un hombre joven ataviado con capa soberana, tonsura de oro de la frente a las orejas y accesorios de lujo los esperaba junto a las sepulturas. Le resaltaba una serpiente espiral (Jepá), pintada con bija roja y jagua negra, desde su ombligo hasta los hombros. Imposible no ver el espacio rectángular cavado en la tierra dura, en el que estaba el cadáver del jaibaná Comagre, preparado para ir al más allá con sus indumentarias de oro, esmeraldas y perlas, collares de colmillos y otros objetos preciosos. Cuatro guerreros armados lo custodiaban.

– Chacha (mi padre) , dijo señalando al anciano. Los indígenas muleta de Balboa tradujeron machacando el castellano.

– Uamabena (soy su hijo hombre el mayor), Panquiaco…

Valderrábanos adelantó un pie, lo paró un brazo de Balboa.

– ¡Calmaos!, le interpeló.

Balboa quería saber antes el lugar de la mina.

El nuevo jaibaná dio la bienvenida convidándolos al ritual en la gran fogata del patio. La danza tribal alrededor del fuego, el plátano machacado asado, el pescado seco, agua de coco para evitar dolores intestinales, la jaba con chontaduro (pixbae) traído de los cielos, caldos y chicha de maíz embriagante, tenían como propósito disipar la tensión entre ambos bandos, siendo también oportuno para los ibéricos el agasajo porque sufrían la carencia de provisiones y… de abrigo. Ya sabían que éstos nativos practicaban la monogamia por tradición, a tal punto que solo las jóvenes de cabello corto virginal podían desposarse con el beneplácito del jaibaná, aunque ese permiso nada les importaba a los españoles.

Balboa miraba con insistencia la faldita colorida de una que le veía asustada. Cara redonda pintada a nivel de su boca, cabello lacio corto virginal, corona de papos y flores, pechos sueltos, hija del cacique fallecido, hermana menor de Panquiaco.

Tras horas, Panquiaco salió de la casona junto a su séquito, levantó el brazo derecho y enseguida hasta el sonido se silenció reverente. Llegó hasta donde Balboa estaba sentado e hizo ademanes a los suyos para que entregaran los obsequios puestos en cestas hechas con fibra de chunga y vasijas de barro. Había Ampiri – planta mágica de los seres de los sueños – para curaciones, resina del árbol copal para espantar los mosquitos y malos espíritus, y, sobre todo, en la jaba más grande, objetos y prendas de oro que tan pronto fueron destapados desorbitaron las cuencas de los invitados.

Panquiaco aplaudió una vez y la indígena cabello lacio corto se paró y corrió a su lado. Él le tomó una mano con suavidad, se la acercó a Balboa, cumpliendo la orden de su padre muerto. No hizo gestos y se retiró. Caminaba aún hacia la casona cuando escuchó la algarabía forastera repartiéndose golpes y cuchillos, peleando las piezas de oro.

– ¡Plofs!

Soltó un tiro al aire Balboa.

– ¡Habéis enloquecido todos!, replicó iracundo.

Les ordenó entregar el oro, a menos que desearan un hueco en el pecho de su parte o de alguno de sus lugartenientes armados. Todo el botín sería repartido en partes iguales, ese era el trato de la expedición. A los días fundieron las piezas, cuatro mil onzas de oro puro, de lo cual sacaron un quinto para enviar al rey, a bien de repartirse el resto sin entuertos usando la balanza. Inclusive el perro Leoncico recibió su parte separada del botín por Balboa.

Panquiaco se acercó de pronto tumbando la pesa con todo, indignado por la ambición. Y frente a Balboa y sus amigos dijo:

– Si yo supiera, cristianos, que sobre mi oro reñirían, no lo diera. Soy amigo de toda paz y concordia… Si tanta gana de oro tener, yo mostrar una tierra donde harán mucho dello… Torecha, Tumanamá… –apretó la mirada– ...¡Pirú!

Señaló el otro lado de las montañas, al sur, Pirú, el rey que dominaba el otro gran mar navegado desde tiempos ancestrales por pueblos lejanos y cercanos, en cuyas tierras había mucho del metal que ellos codiciaban. La tribu de Tumanamá, solo a seis jornadas sol, y otras trochas guerreras como la de Torecha, hacían necesario ir con mil hombres para enfrentar los ataques. Desde el gran mar se llegaría al reino del Pirú, grande en riquezas y oro que nadie imaginaría nunca. Él mismo estaba dispuesto a guiarlos en la travesía y a morir colgado por ellos si su palabra no fuese cierta. Lo dije frente a un Balboa que no desperdiciaba palabras en sus oídos mientras maquinaba sueños en su pensamiento.


 

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