VII
Septiembre deshojaba sus primeros días a la cuenta de 1513. En el calendario de los españoles los octubres se tachaban sin otoño, lluviosos, distintos a los de su península natal y lo mismo advertía la siguiente luna indígena; así que se adelantó camino a la expedición del sur. Surcando montes en la falda montañosa darienita que imponente parecía negarse a ceder el paso, Panquiaco con sus guerreros adelante, seguido por Balboa con los suyos.
Cuando pisaron tierras de Ponca otra vez, la aldea semejaba un extenso cementerio de esqueletos mutilados que se quedaron tirados donde los atrapó la muerte. Otros con pellejos derretidos permanecían atravesados en estacas, erguidos por los alrededores, como táctica intimidatoria a las demás tribus guerreras a lo largo del río Chucunaque.
Panquiaco llegó primero y se detuvo a ver fijamente en el fango algunos cráneos sueltos que todavía tenían cabello, u ojos por los que cruzaban gusanos. También se confundían entre los escombros de las chozas los cadáveres chamuscados de mujeres y sus pequeños quienes no escaparon al fuego español. Balboa lo alcanzó, se paró al lado, éste volteó a mirarlo, clavó iracundo su lanza a tierra y soltando armas aceleró hacia la cumbre de la montaña.
Panquiaco no pelearía junto a los españoles. Si bien el cueva Ponca era rival, esa tierra le pertenecía y, si su padre Comagre no hubiese pactado alianza antes de morir, sería él, Panquiaco, quien estuviera defendiendo su territorio y la existencia de su pueblo; no así el oro, el cual regalaron desprendidos y que para los invasores tenía mayor valor que la propia vida humana.
Vasco Núñez entendió el desafiante reto. Le había sido difícil seguir en grupo el paso normal de Panquiaco, e imposible le sería seguirlo a toda marcha, por lo que ordenó a su lugarteniente Colmenares y a Valderrábanos capitanear el rebaño sin perder su rastro, para poder adelantarse. Precavido amarró al Leoncico a las riendas del caballo de Colmenares, a bien de que siempre los guiará hasta él.
– ¡Fernando, Hernán, vosotros seguidme el trote!
Poco días después la idea de usar el olfato de Leoncico fracasó porque como todo perro se zafó corriendo hasta su amo. Lo alcanzó cruzando una ciénaga, con la calza enlodada a mitad de los muslos, algo que a pesar de lo repetido nadie se acostumbraba, y si no era eso, entonces era andar por los ríos que obligaban al nado con energía, cargando armaduras y provisiones amarradas a la nuca. Por eso esclavizaron a los nativos sometidos, para tener piraguas que los salvarán de estos cruces peligrosos u obligarlos a llevar la carga. Distinto era para Panquiaco y los suyos que conocían por sus ancestros la naturaleza, dando sentido al taparrabo para nadar o caminar largos tramos en la jungla, e igualmente a las pinturas y resinas en el cuerpo, repelentes contra mosquitos y bichos.
El perro saltó a intentar lamer la cara del jerez.
– Fiero de cuatro patas, ¡je, jé! -le contentó Balboa- Desamparas a vuestra tropa.
– ¡Santísima! ¿Cómo le harán? Preguntó Hernán.
– ¡Pues se guiarán de las ramas Hernán! La que rasga Panquiaco adelante y la que corto yo a espada...
Balboa lo advertía porque hacía días el cacique era solo huellas. En tanto que si perdía tiempo esperando la tropa, crecía su ansiedad de avistar por primera vez aquel ancho mar, era irresistible no continuar la marcha.
– Será una o ambas ramas caídas. Sin la del Panquiaco, Colmenares tiene sabido que hemos perdido el camino...
Hizo pausa agachándose.
– Está cerca, le dijo poniendo dedos a una pisada.
– Dadle a beber y comer al Leoncico, -continuó - habrá que cruzar el río, luego empinar...
– ¡Pues el indio espera al otro lado del río! gritó Fernando desde la delantera.
– Le he visto asentado – añadió regresando – dos más ajuntaban fuego.
– La tarde va a cuestas – asintió Balboa –. La oscuridad...– gruñó Leoncico –.
Se movieron sombras entre las hojas, empuñaron las espadas.
Apartando la pared de selva aparecieron cuatro nativos, dos a cada lado de ellos. El trío reconoció los rostros tinturados, los mismos que custodiaban la tumba de Comagre. Uno señaló para que lo siguieran, orillando la corriente, hasta un punto angosto en el que los brazos de unos árboles permitirían agarrarse. Fue acrobática la maniobra, a veces guindados, a veces a medio cuerpo hundidos; dos indios primero, los otros dos atrás de los españoles y Leoncico en motete de tela a la espalda de Balboa.
A ras del agua, emergían cerca unos ojos brillantes alagartados. Casi cae el flaco Hernán en la retaguardia. Lo sostuvo un brazo indígena.
– ¡Que sirva otro la cena haraganes!, suspiró.
– Pues ahora tenéis claro de dónde sacó Enciso esos ojos, le bromeó Vasco Núñez, luego que pasaron la prueba.
Ya oscuro rodearon la fogata tribal, siendo escrutados por la mirada de Panquiaco hasta acostarse bajo aquel nuevo cielo copado de estrellas. Estrellas en armonía celestial dibujando constelaciones infinitas en un solo cosmos, eso veía el joven cacique. En cambio, para Balboa, era un cielo sin espacio para una estrella más, estrellas batallando por su lugar y por no desprenderse fugaz frente a su parpadeante... sueño...
...Las arpías alzaron vuelo poderoso desde las altas copas. “¿Estaré soñando? Tras la repentina estampida mañanera, tampoco se confiaron las águilas moñudas, el búho penachudo, el hormiguero montañés; revolotearon coloridos los colibrís y los guacamayos Ara asustados, aullaron furiosos los monos. En la cumbre, Panquiaco esperaba firme, viendo el sol del cual se apartaban las nubes blancas a las diez y que rayaba su reflejo aún amarillento sobre el ancho golfo marino. ¡No, no es sueño! De pronto, un mar de calma se dejaba respirar, como si presagiara la sangre indígena que estaba por derramar el galope de la codicia. ¡Es real! La gloria llena de dicha mis sentidos”, se dijo Balboa admirando la redondez del horizonte que le extendía su paz y se arrodilló clamando victoria al cielo.
– ¡Mirad la riqueza!, gritó Albitez, subiendo hasta donde el Adelantado.
– ¡Es el brillo del oro!, vitoreó Valderrábanos. A su lado Fracisco Pizarro, rayaba el medio día.
El capellán Andrés de Vera, entonó el Te Deum Laudamus, el resto de los hombres hizo pirámides de piedras y marcaron cruces e iniciales en los árboles. Valderrábanos, escribano, redacta el acta con los nombres de los que allí estudieron, 67 incluido él y Balboa el primero. Vieron el gran mar del sur por primera vez el 25 de septiembre de 1513; cuatro días más tarde alcanzarían la gloria del nuevo mundo.