II
– ¡Es esto el mismÃsimo infierno! ¡Dios os ampare en esta jungla!, rogó un soldado persignándose.
– ¡Zancudos del diablo!, replicó otro soltando un tiro de arcabuz a la nube de bichos.
– ¡Sois estúpido!, le gritó Pizarro. ¡Mutilarán vuestra lengua los indios por acabar ese plomo!
Las municiones, comida y agua para beber se habÃan agotado en San Sebastián. La guarnición que en principio sumaba setenta hombres con armaduras estaba reducida a menos de veinte. Varios de ellos heridos y dos, o tres, moribundos.
Serpientes de todos los tamaños, mosquitos hambrientos, escorpiones traicioneros, escarabajos gigantes, las machacas – insectos con cabezas grandes parecidas al manÃ, en las que se dibujan ojos y dientes de cocodrilos feroces – y especies ibéricamente nunca vistas, fustigaban dÃa y noche a los exploradores en la selva.
Solo a veces las copas de los árboles dejaban pasar un rayito de sol. Peor que la oscuridad, el calor y la picazón por la humedad, gozaban la carne debajo de los cascos y petos metálicos, algo insoportable. Y ni pensar en zafarse tanta lata, en la mente de los españoles ardÃa siempre el temor infernal de caer pinchado por las cerbatanas y flechas venenosas que zumbaban de la nada. Ver a los indÃgenas acechar era imposible. Si alguien sentÃa respirar la muerte en la nuca y sobrevivÃa, era solo suerte. Aquel podÃa contar a otros el fuÃn en la oreja o el tintineo del dardillo contra su casco o armadura. Los que no lo contaban, quedaban tiesos, con los ojos soplados.
Como buenos o malos cristianos, a Pizarro y a sus compañeros les quedaba orar o huir. Un soldado llegó corriendo al entablado en el que intentaron establecer el poblado y donde tuvieron que refugiarse.
– ¡Ha muerto el vigÃa! Le he hallado con una tarántula en vuestra boca, le dijo a Pizarro agitado.
A falta de todo, el vigÃa, ubicado en lo alto de un árbol, tenÃa dos deberes: Ver el sol si las nubes se despejaban a bien de calcular la hora; y divisar a tiempo a los indios para evitar sorpresas. La lluvia daba a veces tregua en la espesura y reiniciaba como si el cielo estuviera roto. Por eso el vigÃa pudo resbalar y caer, pudo ser picado por algo o pudo ser vÃctima de ambos infortunios. Como fuera, estaba en el otro infierno y no pudo avisar el nuevo ataque terrenal.
Zumbidos, flechas, otro español desconectado al suelo.
– ¡Por Dios Pizarro! ¿Moriréis en este paraje?, replicó el segundo al mando.
– ¡Preparaos la retirada! ¡Os iremos a La Española!, ordenó.
De inmediato el grupo apuró pasos hacia la costa de Urabá, dejando San Sebastián. Y a mitad de camino volvieron a ser emboscados. La furia nativa los acorraló como jaguares en su dominio.
Caras asustadas sin salida, todo – hasta el sonido – pareció detenerse lentamente.
– ¡En-co-men-dad al ci-e-lo las al-mas!, gritó alguien.
Y enseguida el mundo se aceleró. Brillos de espadas, cascos, humo de arcabuz, gritos bárbaros y caballos saltaron de entre lo verde blandiendo filo. Caños de sangre a diestra y siniestra, alaridos, cuerpos mutilados. El resto de los indios rápido se fundió en la espesura verde.
–¡Huid malditos demonios!, vitoreó Balboa, haciendo levantar en dos patas su alazán.
Al lado suyo jineteaba Enciso, y, detrás, el contingente de soldados en montura e infanterÃa.
– ¡SantÃsimo Cristo! ¡Gracias, gracias!, alzó brazos un desdichado.
Pizarro cayó de rodillas, sacándose el casco, agotado, incrédulo, con una nueva vida.