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IV-Al Sur

– ¿Cuánto oro, cuánto tendrán estos animales? Se preguntó Enciso en voz alta.

Balboa, Pizarro y otros cinco lo miraron sin decir nada.

Jugaban dados en el rancho de reposo –cuatro horcones, techo de pencas secas – de la tribu Careta, región que llamaban San Blas. Caía la noche, la mesa de apuestas era de festín: Comida, sopa de loro, frutas, jarras de guarapo. El lugar concentraba un grajo único que hasta el viento corría a alejarse. Podían ver desde allí el patio fangoso, los indios sometidos, los soldados custodios, decenas de chozas humeantes.

– ¿Cuánto oro? Repitió moviendo quijada hacia una indígena que traía una batea de pan-maíz y mandioca.

Una doncella con grandes aretes y alhajas en su cuerpo ajustado a las molas. El cacique Careta había optado por aliarse y les enviaba su tesoro preciado, a la más hermosa de todas en la tribu, piel canela, pies descalzos, vestida a la costumbre aborigen para demostrar su gratitud. Careta tenía realmente una estrategia audaz, con la alianza evitaba la masacre de los suyos y de paso enviaba a los españoles a un territorio supuestamente rico, el de su enemigo Ponca.

– ¡Anai ansig! (Amigo aquí estoy), saludó la india.

Enciso se plantó ante la doncella, le tomó por un brazo para acercarla y ésta angustiada lo empujó, sin quitárselo. En su barba alambrada reposaban mucosidades y restos de comida añeja empapados de bebida fermentada. El alcalde desconocía el poder de su esencia varonil sudada y que su aliento la asfixiaba, así que no le importó el desprecio, la controló y, en lo que arrancaba todo oro, le rasgó la mola de sus pechos.  La tiró al suelo.

A los españoles las córneas se les desorbitaban con un brillito morboso, una codicia más fuerte que la lujuria por la desnudez femenina. Muchos hasta salivaban incoherencias que no lograban retener en sus cerebros.

– ¿Eso desea el alcalde?, intervino Balboa.

¡Paps! Se dio una cachetada Enciso estirando en su mejilla una manchita de sangre. Despertado, se restregó la cara volteando hacia el perfilado menguante con su perro echado al lado.

– ¿Ha dicho algo polizón?

¡Paps! Se dio otro en un brazo.

– ¡Zancudos del diablo!, se quejó. ¡Os juro que también los extinguiré!

– Os digo que pronto arribará por estos lares don Diego de Nicuesa a reclamar autoridad, contestó Balboa.

Su modo sereno le mostraba respeto al alcalde. Calculador en cada palabra, Núñez de Balboa hilaba frases que atinaban en la preocupación de Enciso.

– Colmenares se ha ido esta mañana con sus hombres.

– ¡Colmenares ha partido!, cortó el alcalde.

– En días habrá dado pormenores a vuestro gobernador sobre el botín de Santa María, continuó Balboa.

– ¿Sabéis de dicha partida Pizarro? preguntó  y respiró hondo Enciso, conteniendo la ira.

Pizarro lo miró fijo y respondió con rectitud militar.

– Pensamos que lo sabía señor, le dijo.

– ¿Y vos?, se dirigió Enciso al capitán Bartolomé. Éste encogió hombros e hizo solo una mueca.

Entonces el alcalde volvió otra vez hacia a Balboa.

Rodrigo Enrique de Colmenares, lugarteniente de Nicuesa, había llegado dos días antes al poblado en su trayectoria hacia Nombre de Dios (hoy costa de Colón en Panamá), donde se encontraba el gobernador atrincherado.

Enciso desconocía que los colonos le solicitaron a Colmenares que diera aviso a Nicuesa de posicionarse de Santa María como correspondía según la división fronteriza de los territorios. La avaricia de Enciso, y las prohibiciones para que nadie se quedara con el oro quitado a los indios, tenía descontento a la mayoría de españoles. Por consejo de Balboa los colonos enviaron con Colmenares a Diego del Corral y Diego Albitez para invitar formalmente a Nicuesa a Santa María. El viaje, al norte del Istmo, bordeando la costa atlántica, era cuestión de días, igual que el retorno.

Enciso se reacomodó en su taburete, agarró su totuma llena de chicha de maíz y se la empinó.

– No vendrá a negociar, reflexionó, zurrando su antebrazo derecho en la boca y barba.

– Apostaré un quinto a que nuestro magnífico alcalde se quitará tan mal agüero –asintió Balboa revolviendo dentro de un puño los dados–. El arresto sería insuficiente, añadió.

¡Paps!, se dio el alcalde, otra manchita aplastada. Sus huestes se propinaron la misma dosis.

Balboa soltó los dados a la mesa. Mientras se levantaba, un dado paró en seis, el otro... caminando al patio seguido por su perro y la doncella… le dio otro seis de victoria.

– ¡Encended fuego al comején! Ordenó el jerez a dos indígenas en el patio. Sentía la mirada del alcalde chocar en su espalda.

– ¡Ya veréis como caen los malditos zancudos…

Desde su aventura en los viajes con Bastidas, Balboa conoció el antídoto contra los mosquitos, sabiduría aprendida de las tribus. También supo la solución para evitar el mal aliento, frotarse los dientes con hojas de menta. Entendió que el limón corta el grajo con el baño frecuente. Que doblar o rasgar ramas en la selva ayuda a saber el camino para no perderse, así como lo hacen los emberá. Que el veneno usado por éstos, es solo el sudor de una ranita de colores brillantes, tan poderoso que podría matar a un elefante; sin embargo, no tan poderoso como el arte de la manipulación en un mundo de ambiciosos y, en ese arte, nadie mejor que él.

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